El proceso de duelo y su relación con el rito funerario
“La teta asustada”, película peruana del 2009 dirigida por Claudia Llosa, comienza con el fallecimiento de la madre de la protagonista. Podemos ver cómo esta pérdida supone para ella la falta de seguridad y la obligación de enfrentar sus temores. En mi opinión, el film es un viaje para elaborar un duelo y, por ende, enconntrar una nueva manera de vivir, que se ve entorpecido por la dificultad para dar sepultura a la persona fallecida.
Aunque las culturas difieran en cuanto a la celebración del rito funerario y en sí es positivo o no exteriorizar los sentimientos que produce la pérdida, la existencia transcultural de los ritos es innegable. En Haití, durante la celebración del entierro, cada cierto tiempo una mujer se levanta y llora desconsoladamente. Cuatro hombres se levantan y la tranquilizan. La operación se repite varias veces, simbolizando y expresando el dolor y la esperanza de una manera coordinada. Por el contrario, en el rito musulman la expresión del sufrimiento debe ser comedida, más se considera excesivo o inadecuado.
Yoffe (2014) apunta a que los ritos ayudan a romper la sensación de extrañamiento y autoabsorción que producen las reacciones emocionales intensas de la pérdida. Además, su colectivización promueve la solidaridad entre dolientes y facilita el afrontamiento. Delgado (2005), en este sentido, señala que pautan un camino para transitar la pérdida. Así, pueden aportarnos un sentido de control propio y del contexto, reduciendo la ansiedad y la incertidumbre. En definitiva, los ritos funerarios permiten transicionar hacia la aceptación y metabolizar la pérdida.
Por el contrario, la ausencia de estos rituales, experiencia que fue evidente durante la crisis del COVID 19, produce una falta de certeza sobre el fallecimiento, puede conducir a la negación de la pérdida, al aislamiento y a una dificultad para expresar los sentimientos en torno al duelo (Sánchez, 2023).
En este sentido, los cementerios son lugares donde poder transitar emociones relacionadas con la pérdida como la rabia, la extrañeza, la tristeza y sentimientos ambivalentes en torno a la persona fallecida, entre otros. Lejos de la visión de estos lugares como “muertos” en sí mismos, encontramos que son un espacio predilecto para la conexión emocional con los propios sentimientos así como un entorno privilegiado para la reflexión sobre la persona querida y, en un sentido más amplio, sobre la muerte y, lo que es más interesante, sobre nuestro proyecto de vida.
Aunque los cementerios se separaron de los terrenos contiguos a los templos cristianos en España en 1787 por una necesidad de salubridad, se han seguido asociando a la práctica religiosa o espiritual. Desde esta perspectiva, el rito funerario y las necrópolis ayudan también a marcar una separación entre el cuerpo y el alma de la persona fallecida. Esto facilita que la persona transitando el duelo sienta que está protegiendo el legado moral y espiritual de su ser querido.
En nuestra cultura, la expresión del legado de las personas perecidas encuentra su individualidad en el arte funerario, ya sea por la propia auto-designación del fallecido como por la designa de sus familiares y conocidos. Dicha expresión, además de permitirnos observar los cambios culturales a lo largo de la historia, permite cristalizar aquello que elegimos honrar de nuestros seres queridos y ubicar, en un espacio físico pero también simbólico, aquello que decidimos que formará parte de nosotros.
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.